viernes, 19 de junio de 2009

Edad Moderna

Edad Moderna


La Edad Moderna es la tercera de las etapas en la que se divide tradicionalmente en
Occidente la Historia Universal, desde Cristóbal Celarius. En esa perspectiva, la Edad Moderna sería el periodo en que triunfan los valores de la modernidad (el progreso, la comunicación, la razón) frente al periodo anterior, la Edad Media, que el tópico identifica con una Edad Oscura o paréntesis de atraso, aislamiento y oscurantismo. El espíritu de la Edad Moderna buscaría su referente en un pasado anterior, la Edad Antigua identificada como Época Clásica.
Desde una perspectiva más global, la Edad Moderna marcó el momento de la integración de dos mundos humanos que habían permanecido completamente aislados durante más de 20.000 años:
América, el Nuevo Mundo, y Eurasia y África, el Viejo Mundo. Cuando se descubra el continente australiano se hablará de Novísimo Mundo.
El paso del tiempo ha ido alejando de tal modo esta época de la presente que suele añadirse una cuarta edad, la
Edad Contemporánea, que aunque no sólo no se aparte, sino que intensifica extraordinariamente la tendencia a la modernización, lo hace con características sensiblemente diferentes, fundamentalmente porque significa el momento de triunfo y desarrollo espectacular de las fuerzas económicas y sociales que durante la Edad Moderna se iban gestando lentamente: el capitalismo y la burguesía; y las entidades políticas que lo hacen de forma paralela: la nación y el Estado.
La disciplina historiográfica que la estudia se denomina
Historia Moderna, y sus historiadores, "modernistas" (aunque no deben confundirse con los seguidores del modernismo, estilo artístico y literario, y movimiento religioso, de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX).

Localización en el espacio

En su tiempo se consideró que la Edad Moderna era una división del tiempo histórico de alcance mundial, pero hoy en día suele acusarse a esa perspectiva de eurocéntrica (ver Historia e Historiografía), con lo que su alcance se restringiría a la historia de la Civilización Occidental, o incluso únicamente de Europa. No obstante, hay que tener en cuenta que coincide con la Era de los Descubrimientos y el surgimiento de la primera economía-mundo.[1] Desde un punto de vista aún más restrictivo, únicamente en algunas monarquías de Europa Occidental se identificaría con el periodo y la formación social histórica que se denomina Antiguo Régimen.


Adán y Eva de Alberto Durero. El antropocentrismo humanista simboliza la modernidad en la Filosofía, la Ciencia y el Arte. No obstante, la paulatina imposición de nuevos criterios secularizados y pragmáticos en política y relaciones sociales no impidieron -sin duda utilizaron- los conflictos religiosos.
Localización en el tiempo
La fecha de inicio más aceptada es la toma de
Constantinopla por los turcos en el año 1453 -coincidente en el tiempo con la invención de la imprenta y el desarrollo del Humanismo y el Renacimiento, procesos a los que contribuyó por la llegada a Italia de exiliados bizantinos y textos clásicos griegos-, aunque también se han propuesto el Descubrimiento de América (1492) y la Reforma Protestante (1517) como hitos de partida.
En cuanto a su final, la historiografía anglosajona asume que estamos aún en la Edad Moderna (identificando al periodo XV al XVIII como Early Modern Times -temprana edad moderna- y considerando los siglos XIX y XX como el objeto central de estudio de la Modern History), mientras que las historiografías más influidas por la francesa denominan el periodo posterior a la
Revolución Francesa (1789) como Edad Contemporánea. Como hito de separación también se han propuesto otros hechos: la independencia de los Estados Unidos (1776), la Guerra de Independencia Española (1808) o la Guerra de Independencia Hispanoamericana (1809-1824). Como suele suceder, estas fechas o hitos son meramente indicativos, ya que no hubo un paso brusco de las características de un período histórico a otro, sino una transición gradual y por etapas, aunque la coincidencia de cambios bruscos, violentos y decisivos en las décadas finales del siglo XVIII y primeras del XIX también permite hablar de la Era de la Revolución.[2] Es por eso que debe tomarse todas estas fechas con un criterio más bien pedagógico. La edad moderna transcurre más o menos desde mediados del siglo XV a finales del siglo XVIII.


De un mundo cultural bien distinto al de Durero, pero compartiendo la parte más profunda de los conceptos de belleza y humanidad (que atraviesan el espacio y el tiempo y fueron redescubiertos por artistas de lo que hoy llamamos arte moderno, como Picasso), uno de los Bronces de Benin del Museo del Louvre. Puede fecharse entre 1450 y 1550. No conocemos el nombre de su autor, al contrario que el de otros broncistas contemporáneos suyos, como Ghiberti o Benvenuto Cellini, porque la función social del artista era muy diferente en el África subsahariana y la Italia del Renacimiento.
Secuenciación
La Edad Moderna suele secuenciarse por sus
siglos, lo que puede ser arbitrario (y suele ser salvado con expeditivos siglos cortos o siglos largos, divididos según convenga), pero en general la historiografía ha caracterizado una sucesión cíclica, que algunos han querido identificar con ciclos económicos similares a los descritos por Clement Juglar y Nicolái Kondratiev, pero más amplios, con fases A de expansión y B de recesión secular.
Un
siglo XVI que, tras la costosa recuperación de la Crisis de la Baja Edad Media, en economía presencia la Revolución de los Precios, coincidente con la Era de los Descubrimientos que permite una expansión europea ligada a ventajas tecnológicas y de organización social.[3] Pocos hechos cambiaron tanto la historia del mundo como la llegada de los españoles a América y la posterior Conquista y la apertura de las rutas oceánicas que castellanos y portugueses lograron en los años en torno a 1500. El choque cultural supuso el colapso de las civilizaciones precolombinas. Paulatinamente, el Atlántico gana protagonismo frente al Mediterráneo,[4] cuya cuenca presencia un reajuste de civilizaciones: si en la Edad Media se dividió entre un norte cristiano y un sur islámico (con una frontera que cruzaba Al Andalus, Sicilia y Tierra Santa), desde finales del siglo XV el eje se invierte, quedando el Mediterráneo Occidental, (incluyendo las ciudades costeras clave de África del Norte) hegemonizado por la Monarquía Hispánica (que desde 1580 incluía a Portugal), mientras que en Europa oriental el Imperio Otomano alcanza su máxima expansión. Las milenarias civilizaciones orientales (India, China y Japón), reciben en algunas ciudades costeras una presencia puntual portuguesa, (Goa, Ceilán, Malaca, Macao, Nagasaki misiones de San Francisco Javier), pero tras los primeros contactos se mantuvieron poco conectados o incluso ignoraron olímpicamente los cambios de Occidente; por el momento se lo podían permitir. Las islas de las especias (Indonesia) y Filipinas serán objeto de una dominación colonial europea más intensiva. Frente a la continuidad oriental, los cambios sociales se concentran en los vértices del llamado comercio triangular: notables en Europa (donde comienzan a diverger un noroeste burgués y un este y sur en proceso de refeudalización), y cataclísmicos en América (colonización) y África (esclavismo). El crecimiento de población en Europa probablemente no compensó el descenso en esos continentes, sobre todo en América, en que alcanzó proporciones catastróficas y ha sido considerado como el mayor desastre demográfico de la Historia Universal[5] (varios investigadores[6] han estimado que más del 90% de la población americana murió en el primer siglo posterior a la llegada de los europeos, representando entre 40 y 112 millones de personas).[7] Las convulsiones políticas y militares son asimismo espectaculares. En la mítica Tombuctú, el Askia Mohamed I (1493-1528) produce el apogeo del Imperio Songhay, que entra en la órbita del Islam y decaerá en el periodo siguiente. Simultáneamente, el Renacimiento da paso a los enfrentamientos de la Reforma y las guerras de religión. La expansión ideológica de Europa se manifiesta en la difusión del cristianismo por todo el mundo, excepto en los Balcanes, donde retrocede frente al Islam, con el que también entra en contacto en Extremo Oriente, tras dar la vuelta al globo.


El Taj Mahal, prueba tanto de la pervivencia de civilizaciones distintas a la europea como de la gran comunicación que se había producido a nivel mundial: su bellísima armonía integra elementos hindúes, islámicos, turcos e incluso europeos (aunque la intervención de arquitectos italianos parece que se ha demostrado falsa)
Un
siglo XVII que presenció posiblemente una crisis general (quizá provocada por la Pequeña Edad del Hielo) que se conoce como crisis del siglo XVII, que aparte del descenso de población (ciclos de hambres, guerras, epidemias) y del declive de la serie de precios o de la llegada de metales de América, fue muy desigual en la forma de afectar a los distintos países, incluso en Europa: catastrófica para la Monarquía Hispánica (crisis de 1640) y Alemania (Guerra de los Treinta Años), pero impulsora para Francia e Inglaterra una vez resueltos sus problemas internos (Fronda y Guerra Civil Inglesa). El Imperio Otomano pierde en la batalla de Viena su última oportunidad de expandirse frente a Europa, y comienza un lento declive, en parte en beneficio de una Polonia que enseguida pasará el relevo al gigantesco Imperio Ruso. En su frente oriental, resucita el Imperio Persa con la dinastía safávida que lleva a un breve apogeo el Sah Abbas I el Grande, que convierte a Isfahán en una de las ciudades más bellas del mundo. Al mismo tiempo, en la India, que mantiene la presencia colonial europea en la costa, se levanta un gran imperio continental del que es prueba el Taj Mahal de Sha Jahan y comienza a descomponerse con Aurangzeb. Todos estos movimientos tienen que ver con el vacío geoestratégico formado en el Asia Central, que los kanatos herederos de Horda de Oro son incapaces de ocupar. En China los intemporales ciclos dinásticos se renuevan con el acceso de la dinastía manchú: los Qing. Japón expulsó a los portugueses (no así a los holandeses) y se cerró en el relativo aislamiento del periodo Tokugawa, que incluyó el exterminio de los cristianos, pero que quizá salvó la civilización japonesa de la colonización y permitió un desarrollo endógeno que en el siglo XIX la hará irrumpir de golpe en la modernización. Los océanos presencian el declive del Imperio Español (que había llegado a su cúspide, temporalmente unido al portugués) en beneficio del holandés y el británico. Es la edad de oro de la piratería, que permite el efímero florecimiento de un modo de vida violento y excesivo, pero románticamente percibido como una utopía libre en el Caribe (isla de la Tortuga).


Los señores Andrews (1748) posan displicentemente para Thomas Gainsborough ante su campo de trigo. La revolución agrícola ya está en marcha, y la industrial la sigue. En Inglaterra, los comerciantes y financieros de la city londinense, la gentry rural y los primeros industriales fabriles no tienen idénticos intereses de clase, pero son claramente aspectos de una misma clase dominante, para la que quizá pueda valer el nombre burguesía (categorizado por Carlos Marx como la propietaria de los medios de producción), y que puede identificarse con más claridad si se observa a quién representa el Parlamento a través de las sucesivas reformas electorales que perfeccionan el sistema político de la Monarquía Parlamentaria; a excepción de la parte que no integrará: las Trece Colonias norteamericanas. Los campesinos desposeídos y desarraigados del campo por la política de cercamientos (enclosures) y las leyes de pobres (poor laws) están alimentando el proletariado de las ciudades industriales. Enseguida se convertirá en el taller del mundo, cuyos océanos gobierna (Rule, Britannia). El continente europeo seguirá sus pasos en cuanto se deshaga de las estructuras del Antiguo Régimen.
Un
siglo XVIII que comienza con lo que Paul Hazard definió como crisis de la conciencia europea (1680-1715), que abre paso a la Revolución científica newtoniana, la Ilustración, la Crisis del Antiguo Régimen y la que propiamente puede llamarse Era de las Revoluciones, cuyo triple aspecto se categoriza como la Revolución Industrial (en el desarrollo de las fuerzas productivas, lo tecnológico y lo económico incluyendo el triunfo del capitalismo), la Revolución burguesa (en lo social, con la conversión de la burguesía en nueva clase dominante y la aparición de su nuevo antagonista: el proletariado) y la Revolución liberal (en lo político-ideológico, de la que forman parte la Revolución francesa y las revoluciones de independencia americanas). El desarrollo de esos procesos, que pueden considerarse como consecuencias lógicas de los cambios desarrollados desde el fin de la Edad Media, pondrán fin a la Edad Moderna. En Europa se encuentra de nuevo en ascenso demográfico, que se convierte esta vez en el comienzo de la transición demográfica, superadas las mortalidades catastróficas: la última peste negra en Europa Occidental (Marsella, 1720) se vence con la inesperada ayuda del rattus norvegicus, que sustituye biológicamente a la pestífera rata negra;[8] y con la vacuna de Jenner se obtiene la primera herramienta científica para el tratamiento de epidemias. En cuanto al hambre, no desaparece, de hecho el siglo presencia numerosos motines de subsistencia (que en Inglaterra anteceden al nuevo tipo de protesta, ligado al naciente proletariado industrial),[9] pero que en las zonas que desarrollan precozmente una agricultura capitalista y un sistema de transportes modernizado pueden salvarse (en Inglaterra, Francia y Holanda el sistema de canales fluviales antecede en un siglo al trazado del ferrocarril). En otras continuó habiendo hasta bien entrado el XIX, como España (hambruna de 1812, cuando se recurrió al consumo masivo de la tóxica almorta, que por las mismas fechas también fue detectado por los ingleses en la India)[10] o Irlanda (monocultivo de la patata que llevará al hambruna irlandesa de 1845 y a la emigración masiva). El equilibrio europeo iniciado en el Tratado de Westfalia (1648) se recompone en el de Utrecht (1714) y se mantiene no sin conflictos (varios de ellos llamados Guerra de Sucesión), con hegemonía continental para Francia (vinculada a España por los Pactos de Familia de la dinastía Borbón) y hegemonía marítima para Inglaterra, certificada más tarde en Trafalgar (1805). Las exploraciones de James Cook y la ocupación de Oceanía cierran la era los descubrimientos geográficos (a la espera de las expediciones polares). La integración mundial avanza y surgen las primeras guerras mundiales en el sentido de que los imperios coloniales europeos se reparten territorios distantes (India, Canadá) al tiempo que se dirimen otros repartos en Europa (como el de Polonia). Las posesiones europeas llegan a su máxima expansión en América en vísperas de la Independencia de Estados Unidos (1776) y de la Emancipación Hispanoamericana (1808-1824), anticipada por la Revolución de los Comuneros en 1737 y la rebelión de Túpac Amaru en 1780. Para recoger el testigo de la sumisión colonial, África y Extremo Oriente habrán de esperar al siglo XIX, pero en el Asia Central se asiste a una carrera por la ocupación de un espacio geoestratégicamente vacío entre Rusia y China. Simultáneamente, en el Pacífico norteamericano la emprenden Rusia, Inglaterra y España, mientras la colonización de Australia es iniciada por Inglaterra sin apenas oposición.

El papel de la burguesía
Los
burgueses, nombre que se dio en la edad media europea a los habitantes de los burgos (los barrios nuevos de las ciudades en expansión), tienen una posición ambigua en la Edad Moderna. Una visión lineal, que tome como punto de llegada la Revolución Burguesa, les buscará emplazándose a sí mismos fuera del sistema feudal, como hombres libres que, en Europa, se hicieron poderosos gracias a la creación de redes comerciales que la abarcaban de norte a sur. Ciudades que habían conseguido una existencia libre entre el imperio y el papado, como Venecia y Génova, crearon verdaderos imperios comerciales. Por su parte, la Hansa dominó la vida económica del Mar Báltico hasta el siglo XVIII. Las ciudades eran islas en el océano feudal, pero el que la burguesía fuera realmente un disolvente del feudalismo, o más bien un testimonio de su dinamismo, al crecer con el excedente que los señores extraen en sus feudos, es un tema que ha discutido extensamente la historiografía.[14] El mismo papel de la ciudad europea durante la Edad Moderna puede considerarse un proceso de larga duración dentro del milenario proceso de urbanización: la creación de una red urbana, preparación necesaria para el cumplimiento de las funciones sociales del mundo industrial moderno. A la línea de meta llegaron con ventaja metrópolis como Londres y París en el siglo XVIII; por el camino quedaron rezagadas, sin capacidad de articular una economía nacional de dimensiones suficientes para el despegue industrial, Lisboa, Sevilla, Madrid, Nápoles, Roma, Viena... y jugando en otra división (no de tamaño, sino funcional) Ciudad de México, Moscú o San Petesburgo, Estambul, Alejandría, El Cairo, Pekin.[15]
Aunque la diferencia de posición económica era enorme entre
alta burguesía, baja burguesía y plebe empobrecida, no lo estaba en muchos extremos por su condición social: todas eran pueblo llano. La diferenciación entre burguesía y campesinado es aún más significativa, pues fuera de las ciudades es donde vivía la inmensa mayoría de la población, dedicándose a actividades agropecuarias de muy escasa productividad, lo que las condenaba a la invisibilidad histórica: la producción documental, que florece de forma extraordinaria en la Edad Moderna (no sólo con la imprenta, sino con la fiebre burocrática del estado y de los particulares: registros económicos, protocolos notariales...) es esencialmente urbana. Los fondos de los archivos europeos empiezan ya a competir en densidad de fuentes documentales con enorme ventaja frente a los chinos, de milenaria continuidad.
También puede verse a la burguesía como un aliado del absolutismo, o como un agregado social sin verdadera conciencia de clase, cuyos individuos prefieren la "traición" que les permite el ennoblecimiento por compra o matrimonio, sobre todo cuando la ideología dominante persigue el lucro y santifica la renta de la tierra.
[16] Su papel como agente revolucionario había ocasionado las revueltas populares urbanas de la Edad Media, y continuará vivo pero errático en las de la Edad Moderna, algunas teñidas de ideología religiosa, otras de revuelta antifiscal o incluso de motines de subsistencia.[17]
En otros continentes, la caracterización social de una clase definida por su actividad urbana, su identificación con el capital y la condición de no privilegiada, es mucho más problemática. No obstante, se ha aplicado el término en Japón, cuya
formación económico social ha sido asimilada al feudalismo, y con muchas más dificultades en China, aunque las interpretaciones de su historia están muy vinculadas a posiciones ideológicas.
El mundo islámico tenía desde sus orígenes una fuerte componente comercial, con un desarrollo impresionante de las rutas a larga distancia (navieras y caravaneras), y una artesanía superior a la europea en muchos aspectos, pero el desarrollo de las fuerzas productivas demostró ser menos dinámico, y con éstas la dinámica social. Los mercaderes árabes o el
zoco, sin dejar de ser bullicioso y reflejar el descontento popular en periodos de crisis, no estuvieron nunca en condiciones de significar un desafío a las estructuras.
América fue desde el comienzo de su colonización una tierra de promisión donde hacer experimentos de ingeniería social. Las
reducciones jesuíticas o los peregrinos del Mayflower son casos extremos, siendo el fenómeno más importante la ciudad colonial hispánica, con su urbanismo trazado a cordel a partir de una amplia Plaza Mayor sobre tierras vírgenes o ciudades precolombinas, a veces incluso convirtiéndose en ciudad peregrina, cambiando su emplazamiento por terremotos o condiciones sanitarias. Es posible encontrar la formación de una burguesía en América durante la Edad Moderna, en las colonias británicas del norte, y en los criollos hispanoamericanos, que impulsarán los procesos de independencia y contribuirán decisivamente al final del Antiguo Régimen y la plasmación de los valores de la Edad Contemporánea.
Las exploraciones patrocinadas por las monarquías europeas (en Portugal, el caso precoz de
Enrique el Navegante), y protagonizadas por personajes como Cristóbal Colón, Juan Caboto, Vasco de Gama o Hernando de Magallanes, se aventuraron en mares desconocidos y llegaron a tierras que eran desconocidas por los europeos, aprovechando una serie de mejoras náuticas: la brújula y la carabela. La relación que el espíritu individualista y la búsqueda la fama pudieran tener con los valores burgueses no es tan clara: no supone ninguna novedad desde tiempos de Marco Polo y tiene posiblemente más relación con el espíritu caballeresco y los valores nobiliarios de la baja edad media.[18] Aprovechando sus descubrimientos, España, Portugal y Holanda primero, y Francia e Inglaterra después, construyeron imperios coloniales, cuyas riquezas, sobre todo la extracción de oro y plata de América, estimularon aún más la acumulación de capital y el desarrollo de la industria y el comercio, aunque a veces más fuera del propio país que dentro, como fue el caso de la castellana, que sufrió las consecuencias de la Revolución de los Precios y una política económica, el mercantilismo paternalista que busca más la protección del consumidor (y de los privilegiados) que la del productor.
Fuera de Inglaterra y Holanda, en el
siglo XVII, la burguesía tenía un poder económico relativo, y ningún poder político. No sería propio decir que llegó a sus manos ni siquiera cuando reyes como Luis XIV empezaron a llamar a burgueses como ministros de estado, en vez de la vieja aristocracia.

Revolución militar
También el
arte militar experimentó profundos cambios, que fueron correlativos a los políticos que se vivían en ese tiempo. La introducción de las armas de fuego marcó el final de la época de los caballeros feudales, y el inicio del predominio de la infantería. Aunque los primeros usos de la pólvora fueron en China, su empleo militar fue fundamentalmente europeo durante la Edad Moderna. El código del honor del caballero medieval veía las armas de fuego como un insulto a la valentía, que permitía abatir al mejor caballero por el más ruin villano mercenario, pero su aceptación, desarrollo y sofisticación en Europa es una de las claves de su expansión durante la Edad Moderna. Los cambios sociales que produjo en su interior terminaron, paradójicamente, incluyendo su uso en los duelos por honor.
Ya la
Guerra de los Cien Años había supuesto una humillación de la nobleza francesa frente a los arqueros ingleses, pero fue la artillería, que se experimentó en las últimas fases de la Reconquista (parece ser que los defensores musulmanes la usaron en la toma de Niebla en el siglo XIII, y los cristianos desde la época de Alfonso XI), la que demostrará ser el arma decisiva, cuyo coste, inasumible por ningún noble particular, solo podía ser sufragado por los crecientes recursos de las monarquías autoritarias, con lo que el ejército moderno pasará a ser uno de sus atributos. La Guerra de Granada será decisiva para la conformación de una unidad militar compleja y bien articulada: los tercios, que se probarán exitosamente en Italia bajo el mando del Gran Capitán frente a los ejércitos franceses, al tiempo que se internacionalizan con mercenarios de todas las nacionalidades. Los suizos y los lansquenetes alemanes serán los más afamados. Por primera vez desde el Imperio Romano, las guerras europeas se libraban con una visión estratégica continental que ponía a su servicio crecientes aparatos estatales: era mayor proeza "poner una pica en Flandes" desde el punto de vista económico que desde el puramente táctico, y las batallas diplomáticas no fueron menos decisivas que las reales para cerrar o mantener abierto el llamado camino español[23]
Al mismo tiempo, la
ingeniería dio pasos de gigante, perfeccionando una nueva fórmula de defensa: el bastión. Estimulados por el desafío de los artilleros, ingenieros militares entre los que se encontraba el propio Leonardo da Vinci entablan con ellos una carrera de armamentos que no ha parado hasta hoy.
Como consecuencia, las campañas medievales, enfrentamientos de
huestes reclutadas por los lazos del vasallaje se transformaron en verdaderas guerras de asedio y desgaste del enemigo, utilizando tropas profesionales, mercenarias, lo que en parte explica la enorme crueldad creciente de los conflictos hasta el siglo XVII. Para el siglo XVIII, las guerras, sometidas a método y cálculo académico, experimentaron un notable cambio, transformándose en campañas atemperadas, voluntariamente limitadas y con prolijas maniobras, en donde los generales arriesgaban poco y cuidaban mucho a sus tropas (famoso fue en ello el rey sargento, Federico Guillermo I de Prusia). Los uniformes, las banderas y la música militar se codifican de forma exquisita (el himno y la bandera de España provienen de esta época). Este esquema regiría los campos de batalla europeos hasta la llegada de Napoleón Bonaparte, primer general que aprovechó a gran escala el reclutamiento masivo producto del servicio militar obligatorio o nación en armas, ignorando los rangos aristocráticos que en los ejércitos de las monarquías absolutas reservaban los puestos directivos a gente de no probada valía, mientras que para él cada soldado lleva en su mochila el bastón de mariscal. Pero eso fue ya en un periodo histórico diferente, la Edad Contemporánea, en el que, tras el intento de bloqueo continental contra la industria inglesa y las teorizaciones de Clausewitz, se terminará hablando de la guerra total, un concepto ajeno al periodo de la Edad Moderna, en que la vida económica y social seguía en buena parte ajena a las batallas.


La batalla de Lepanto, vista por Veronés, es una confusión de galeras que se embisten tras el duelo artillero, cuya suerte se decide en el plano celestial, por la intercesión ante la Virgen de los santos patrones de cada miembro de la Santa Liga (por el Papa, con las llaves del reino de los cielos, Pedro; por España, con equipo de peregrino, Santiago; por Génova, con corona y espada, Catalina; y por Venecia, con su león, Marcos). El Imperio Otomano no tuvo tanta ayuda.


La Armada Invencible partiendo del puerto de Ferrol. La tecnología naval de élite europea se batió en el Canal de la Mancha, prevaleciendo la inglesa sobre la española (que desde 1580 incluía también a la portuguesa, o sea, a las dueñas de las dos mitades del mundo desde el Tratado de Tordesillas). Ninguna marina extraeuropea pudo competir hasta la Guerra Ruso-Japonesa de 1905: la famosa flota china del siglo XV dirigida por Zheng He no tuvo continuidad.
La guerra naval
La
guerra naval conoce un salto cualitativo con la incorporación de la artillería y de las mejoras técnicas de la navegación. La capacidad de maniobra rápida y abordaje de la propulsión a remo (aún útil en 1571 en Lepanto) quedará obsoleta, en beneficio de la planificación estratégica en un escenario planetario, donde flotas oceánicas llevan la presencia militar a distancias enormes con una agilidad creciente. La mayor ocasión que vieron los siglos, como la calificó Cervantes, que allí perdió su mano izquierda (para mayor gloria de la derecha), significó de hecho el mantenimiento del statu quo en el Mediterráneo: el oriental para los turcos y el occidental para los españoles, pero el conjunto del Mare Nostrum había perdido ya su centralidad en beneficio del Atlántico. Hasta la derrota de la Armada Invencible (1588) nadie desafiaba la hegemonía naval hispano-portuguesa más allá de enfrentamientos irregulares (los holandeses mendigos del mar o los piratas berberiscos o ingleses, poco importantes hasta el siglo XVII).
Consciente de poseer un imperio donde no se ponía el sol, Felipe II ofreció una recompensa fabulosa a quien le ofreciera un
reloj mecánico que permitiera a sus barcos calcular con precisión la longitud cartográfica, cosa que no se consiguió hasta el siglo XIX; pero para entonces el meridiano cero era el de Greenwich y no el de Cádiz ni el de París, a pesar del esfuerzo científico que supuso el Sistema Métrico Decimal. La batalla de Trafalgar (1805) vino a sancionar indiscutiblemente la hegemonía marítima que Inglaterra ya había alcanzado, al menos desde la Guerra de Sucesión Española, que le proporcionó Gibraltar y Menorca, además de ventajas comerciales en América (1714). Olvidado quedaba el reparto hemisférico del mundo entre españoles y portugueses (Tratado de Tordesillas, 1494) y que había provocado el enojo de Francisco I de Francia, que pidió que le enseñaran la cláusula del testamento de Adán que preveía tal cosa. Entre tanto, los bosques ibéricos de la ardilla de Estrabón (que cruzaba la península sin tocar el suelo) se habían convertido en tablones de barco o en tallas de santos (destinos para los que se seleccionaban las piezas más escogidas), lo que tuvo decisivas consecuencias económicas y ecológicas: se dice que buena parte de los sedimentos depositados en el Delta del Ebro se deben a la deforestación del Pirineo en la Edad Moderna.


Confucio presenta al niño-Buda a Lao Tse, en una singular recreación pictórica de época Qing. Mientras Islam y Cristianismo se expanden en conflicto por la mayor parte del mundo, el budismo había conseguido implantarse con fuerza en Extremo Oriente, en cada caso sobre un sustrato distinto (en China y Japón, las religiones tradicionales, confucionismo y shinto, en Indochina, el hinduismo); al mismo tiempo, en su India natal, los mogoles musulmanes y el hinduismo justificador del sistema social de castas lo hacen prácticamente desaparecer.


Bula Exurge Domine, Contra Errores Martine Lutheri et sequatium: contra los errores de Martín Lutero y sus seguidores (15 de junio de 1520), por la que el papa León X le amenazaba con la excomunión si no se retractaba de 41 puntos incluidos en sus famosas 95 tesis del 31 de octubre de 1517. Lutero quemó públicamente la bula (10 de diciembre de 1520) y la excomunión se hizo efectiva (3 de enero de 1521). Cualquiera de esas fechas son hitos para la Edad Moderna, aunque no habrían pasado de ser una disputa teológica si no hubieran encontrado el formidable eco que la difusión de la imprenta permitió a los argumentos de ese "oscuro fraile", y no se hubieran acogido por una sociedad madura para recibirlos y unos agentes políticos dispuestos y capaces de aprovechar su potencial.


La orfebrería sagrada americana, como ésta de la cultura Muisca, donde aparece la barca ritual que sumergirá ofrendas en un lago, excitó de tal manera el ansia de oro de los conquistadores que creó la leyenda de El Dorado. Es enormemente simbólico que el destino de la mayor parte de la producción artística precolombina fuese el saqueo y la fundición en monedas, que circulando de Sevilla a Génova o Amberes cambiaron para siempre la economía mundial. En la antigüedad, una profanación semejante se atribuye a Jerjes, que transformó el oro de Babilonia en arqueros (los numismáticos y los de verdad).


Mezquita del Sah Abbas I el grande, del imperio persa safávida en Isfahán, Irán. En este caso, el impresionante pórtico acoge a los chiítas.


Las Misiones Jesuíticas en América del Sur establecieron un sistema teocrático-guaraní de tipo igualitario que ha sido mencionado como antecedente de las ideas socialistas.

La religión
Como probaban las
herejías urbanas medievales reprimidas por la Inquisición y la Orden Dominicana, la Iglesia Católica se encuentra en conflicto con la nueva vida urbana, y había mirado sus transformaciones con reticencia, aunque también demostró una gran capacidad de asimilación de los elementos disolventes (Orden Franciscana y devotio moderna de Tomás de Kempis). En el Siglo XIV había vivido la Cautividad de Aviñón y el Cisma de Occidente, y en el XV vivió un proceso de acrecentamiento del poder temporal. Ejemplos de Papas mundanos fueron, por ejemplo, Alejandro VI y Julio II, este último apodado, y no sin razón, el «Papa guerrero». Para financiarse, recurrió de manera cada vez más escandalosa a la venta de indulgencias, lo que excitó las protestas de John Wycliff, Jan Hus y Martín Lutero. Este último, cuando la Iglesia lo llamó a someterse, se rehusó, señalando que la única fuente de autoridad eran las Sagradas Escrituras. Era esta una nueva visión de la relación entre el hombre y Dios, personalista e intimista, más acorde con los valores de la modernidad y muy diferente a la idea social y comunitaria de la religión que tenía el Catolicismo medieval. Entre los numerosos seguidores de Lutero no fue posible la uniformidad (la interpretación libre de la Biblia y la negación de autoridad intermedia entre Dios y el hombre lo hacían imposible), y así Ulrico Zwinglio, Juan Calvino o John Knox, fundaron iglesias reformadas que se expandieron geográficamente convirtiendo a Europa en un mosaico de creencias rivales. Se ha propuesto[24] que el calvinismo y la doctrina de la predestinación son posiblemente una contribución esencial a la conformación del espíritu burgués capitalista, al exaltar el trabajo y el triunfo personal. No obstante, no es imposible encontrar una versión católica del mismo espíritu, como fue el jansenismo; lo que abundaría en la tesis materialista de que más que una determinación ideológica fueron las diferentes condiciones de la estructura económica del norte y el sur de Europa las que influyeron en su divergente historia a lo largo de la Edad Moderna.
La Iglesia Católica reaccionó tardíamente, a finales del
siglo XVI, imponiendo una serie de cambios internos en el Concilio de Trento (15451563). Estrellas de esta reforma fueron Ignacio de Loyola y la Compañía de Jesús. Sin embargo, no pudo hacer regresar a la obediencia católica a numerosas naciones reformadas. La Alemania del norte, Escandinavia y Gran Bretaña ya no volverían al catolicismo, mientras que Francia se debatiría durante años de conflictos internos por causa religiosa, hasta que en 1685 Luis XIV revocó el Edicto de Nantes, que garantizaba la tolerancia católica hacia los hugonotes, y los expulsó. El triunfo de la Contrarreforma se centró en la Europa danubiana, la Alemania del sur y Polonia. Irlanda, las penínsulas ibérica e itálica, además de los recién ganados dominios ultramarinos españoles en América, permanecieron católicos.

Arte asiático y africano
El arte en Asia y Africa produjo durante los siglos de la Edad Moderna manifestaciones artísticas del mismo nivel, bien siguiendo su propia dinámica, como en el
arte africano, el arte islámico, el arte de China o el arte de Japón.
En el
arte islámico, el tradicional rechazo de la iconografía llevó a enfatizar los patrones geométricos, la caligrafía islámica y la arquitectura. En la India y el Tíbet se desarrolló la expresión artística mediante esculturas pintadas. En China continuó el desarrollo de su gran variedad de artes y estilos completamente originales, tallas en jade, trabajos en bronce, cerámica, poesía, caligrafía, música, pintura, teatro, etc. En Japón se prosiguió la amplia interrelación artística entre la caligrafía y la pintura, mientras que los grabados desde planchas de madera se volvieron importantes luego del siglo XVII.
Arte colonial latinoamericano

Antonio Francisco Lisboa, «el Aleijadinho», destacado escultor y arquitecto del barroco colonial en Brasil. En la foto, un fragmento de la serie Los Profetas, ubicada en el Santuario de Congonhas, Minas Gerais
En América se desarrolló un arte bajo el signo de la dominación colonial, que recibió tanto influencias europeas, como africanas y de las culturas precolombinas, muchas veces fusionadas de maneras complejas y novedosas del mismo modo que el
sincretismo del culto católico con las religiones precolombinas. Agrupando estilos muy distintos, suele utilizarse el término de arte colonial americano[39] término que no debe confundirse con el de arte indígena, a veces apreciado en su autenticidad, y otras veces objeto de verdaderos zoológicos humanos como en las exposiciones coloniales, muestras de la antropología imperialista del siglo XIX.
En
América Latina el arte colonial produjo el barroco colonial con caracteres distintivos del europeo, como su extraordinaria diversidad, la presencia del color, la la proliferación de formas mixtilíneas y el soporte antropomorfo. En Brasil sobresale la figura extraordinaria del escultor y arquitecto Antonio Francisco Lisboa, «el Aleijadinho».
El arte colonial también produjo la
escuela cusqueña de pintura caracterizada por un fuerte naturalismo, un fuerte colorido y la presencia de rostros y temáticas indígenas y mestizas. Diego Quispe Tito se destaca especialmente por la libertad de su pintura y la introducción de elementos hasta entonces desconocidos como cierta libertad en el manejo de la perspectiva y un protagonismo antes desconocido del paisaje, la fauna y la flora.
En
América del Norte el arte colonial se mantuvo más ligado a las características del arte de las potencias coloniales dominantes en cada región, con escasas variaciones.
Una diferencia esencial puede señalarse a partir de la Edad Moderna entre el arte europeo-americano y el africano-asiático: la función social y la consideración del
artista. En Europa y América, desde el Renacimiento, pintores, escultores y arquitectos no sólo salen del anonimato y empiezan a firmar su obra, sino que se codean de igual a igual con filósofos y príncipes. Este ascenso social se adelanta varios siglos al de otras partes de la burguesía, y conforma una nueva aristocracia del mérito intelectual, en la que más tarde ingresarán también los literatos y científicos. Por otro lado, la Iglesia, la nobleza y la monarquía, clientes tradicionales, dejan de serlo exclusivos, como puede ejemplificarse en la burguesía holandesa, y nace un verdadero mercado del arte que empieza a no funcionar por encargo y puede surgir la creación del artista con mucha mayor libertad. Cuando en el siglo XIX el proceso se complete, y la sociedad responda ella misma a los criterios del mercado, habrá muerto el arte de la edad moderna y nacido el arte contemporáneo (paradójicamente junto con la figura del artista maldito, que no triunfa en vida).


La Danza de Aldeanos, vista por Rubens (1635), es una orgiástica diversión popular, que como en todas las épocas y lugares, cohexiona al grupo social y marca el ritmo cíclico anual de ocio y trabajo. Es difícil ver que de estos precedentes se derivan las refinadas músicas y ballet de las cortes europeas.


Tokubei Kabuki, grabado del siglo XVIII.


Federico Guillermo II de Prusia ameniza él mismo la velada en el palacio de Sanssouci. La música no es una diversión vulgar, sino aceptable en las más altas esferas (al igual que Dios hace mover los planetas con armonía celestial). El son dulce, acordado, del plectro sabiamente meneado que anhela Fray Luis de León puede servir para serenar el alma, y rodear de fasto el ritual de la misa católica, pero también para sacudir las mentes y aunar las voluntades de una forma revolucionaria, como hizo Lutero con el canto litúrgico de las comunidades protestantes, incluso antes que los movimientos románticos.


La representación balinesa del Katchak, como el Misterio de Elche o cualquier otra dramatización sagrada, son también antecedente de las artes escénicas que se desarrollan en la Edad Moderna.
El teatro y la música
Esas dos artes alcanzan una madurez sublime en la Edad Moderna. Mientras en muchas culturas del mundo se habían alcanzado expresiones refinadísimas de formas teatrales y musicales sagradas, como las
danzas balinesas basadas en la mitología hindú (Katchak y Barong), en el siglo XVII, de una forma simultánea en cada extremo del mundo, se desarrollan paralelamente el kabuki japonés, y los teatros clásicos de las tres principales culturas de Europa Occidental (éstas sí interrelacionadas): el español (Lope de Vega, Calderón de la Barca, Tirso de Molina), el inglés (William Shakespeare) y el francés (Jean Racine, Pierre Corneille y Molière). En el surgimiento del teatro clásico europeo confluyen tradiciones medievales, tanto de escinificaciones religiosas (autos sacramentales) como profanas (titiriteros antepasados de los cómicos de la legua, aún presentes en la Comedia del arte, que también se dejará ver en la raíz de un teatro ilustrado como el de Carlo Goldoni), y se ahorman a la disciplina de las normas literarias clásicas, recuperadas de la antigüedad grecolatina en un extraordinario caso de resurrección arqueológica. Las artes escénicas comprenden también una música que, además de la tradición coral e instrumental eclesiástica medieval, recoge temas, aires y danzas populares e incluso, en algún caso, la influencia de otras civilizaciones (el siglo XVIII vivió una fiebre turca en lo musical, con incorporación de instrumentos y un peculiar sentido del ritmo de las potentes marchas militares otomanas). La llamada música clásica, que tiene sus primeros nombres sagrados en compositores barrocos como Johann Sebastian Bach, Vivaldi o Haendel, culmina con las cumbres del clasicismo musical (Haydn y Mozart). Niños prodigio como éste último o cantantes como el castrato Farinelli (que demostró tener más visión para los negocios) recorren europa "fichados" por las casas reales como los futbolistas actuales. Los instrumentos y las agrupaciones se van perfeccionando, quedando establecida la llamada música de cámara, adecuada a la escenografía de los palacios rococó, mientras que los teatros requieren mayores formaciones, pues acogen a un público más amplio, que, (a la espera de las sinfonías de Beethoven o los valses de Strauss), celebra La flauta mágica. Como forma musical, la ópera (nacida con el Orfeo de Monteverdi en 1607) sólo ha empezado a recorrer un camino que la llevará en el siglo XIX a ser un vehículo de la ideología revolucionaria (Giuseppe Verdi o Wagner), pero de momento sirve perfectamente para adaptar libretos tan subversivos como los de Beaumarchais (Las bodas de Fígaro de Mozart y El barbero de Sevilla, de Rossini).
Entre tanto, la música europea se difunde por el mundo, en primer lugar por las colonias americanas, donde es recibida y reelaborada con gran éxito, incluyendo los famosos indígenas músicos de las
reducciones jesuíticas del Paraguay.

El capitalismo medieval


El gran canal de Venecia, por Turner (v. 1835)
Para
Fernand Braudel (la Dinámica del capitalismo, 1985), el capitalismo es una "civilización" con raíces antiguas, ya habiendo conocido horas prestigiosas, tales como las grandes ciudades-estados comerciantes: Venecia, Amberes, Génova, Ámsterdam, etc. pero las actividades son minoritarias hasta el siglo XVIII. Werner Sombart (El capitalismo moderno, 1902) fecha la emergencia de la civilización burguesa y del espíritu de empresa en el siglo XIV, en Florencia.
Comercio medieval
Así como lo muestra Braudel, encontramos en la
Edad media las primeras manifestaciones del capitalismo comercial en Italia y en los Países Bajos. El comercio marítimo con Oriente, en respuesta a las cruzadas, enriqueció a las ciudades italianas, mientras que en los Países Bajos, a la desembocadura del Rin, que hacía el lazo entre Italia y Europa del Norte, dominada por la Liga Hanseática. En las grandes ciudades, los vendedores de paños y de las sederías adoptan métodos capitalistas de gestión. Efectúan ventas al por mayor, establecen mostradores y venden sus productos en conjunto en las grandes ferias europeas. Se abastecen de materias primas tanto en Europa como en Levante. En esta época turbada de la Edad media, ajustan sus pagos por letras de cambio, menos peligrosas que el transporte de metales preciosos. De esta forma, lógicamente se desarrollan, en paralelo del capitalismo comercial, las primeras actividades bancarias del capitalismo financiero: depósitos, préstamos sobre prendas, letra de cambio, seguros para las embarcaciones.


Rutas y ciudades de la Liga Hanseática
Estos capitalistas se enriquecen extendiendo su influencia económica sobre el conjunto de
Occidente cristiano, creando así lo que Braudel llama una "economía-mundo". En su análisis, Braudel distingue la "economía de mercado" del capitalismo, este último constituyendo un tipo de "contra mercado". Según él, la economía de mercado (es decir la economía local en aquella época) está dominada por las reglas y los cambios leales, porque sometida a la competencia y a la transparencia relativa, el capitalismo intenta evitarlo en el comercio lejano con el fin de librarse de reglas y de desarrollar cambios desiguales como nuevas fuentes de enriquecimiento.
Podemos observar que desde la
Antigüedad, sistemas idénticos habían sido puestos en práctica por los fenicios, griegos, los Cartagineses y los romanos. Estos sistemas fueron marcados no obstante más por el imperialismo y el esclavismo que por el capitalismo. A través del mundo, otras formas de capitalismo comercial se desarrollaron de manera precoz en la época feudal (bajo la dinastía Ming en China por ejemplo).
Vida urbana
En las grandes ciudades especializadas de Europa, el artesanado, volcado esencialmente hacia la
exportación, está dominado por los grandes comerciantes y pañeros, aunque las relaciones económicas entre artesanos y vendedores se emparientan en el salariado. Los comerciantes controlan a la vez la adquisición de materias primas río arriba y la venta de los productos terminados río abajo.
La población urbana ya se diferencia en varias clases económicas distintas y ricas para algunos, pobres para otros. La ciudad de Florencia es el ejemplo perfecto: encontramos allí muy temprano a banqueros que desarrollan sucursales a través de Europa y esclavizan la industria en búsqueda de su provecho. Entre ellos grandes familias, tal es el caso de los
Médicis, quienes crean las primeras relaciones "privilegiadas" entre el mundo de los negocios y el mundo político.
Justo también en este periodo el matematico
Luca Pacioli fija las bases del comercio al crear los Estados Financieros en los que se fija la terminologia y la manera de calcular las relaciones comerciales básicas , por lo cua Florencia brillara durante mucho tiempo como el principal centro bancario de Europa
Aparición de las bolsas a finales de la Edad Media
Según Fernand Braudel, la aparición de las primeras
Bolsas ocurre en el siglo XIV en estas ciudades italianas donde el comercio es permanente (contrariamente a las ferias medievales que se celebran sobre períodos limitados) y donde se concentran lo esencial de las actividades financieras.
Es no obstante la creación en
1409 de la Bolsa de Brujas, un hotel dedicado al intercambio de mercancías, letras de cambio y efectos de comercio, que marca un punto de inflexión en el desarrollo de las actividades financieras. El plaza se impone rápidamente gracias a la abertura de su puerto, gracias a la fama de sus ferias comerciales y gracias al clima de tolerancia y de libertad que aprovechan vendedores e inversionistas de todo origen. Son los mismos triunfos que permitirán luego a la plaza de Amberes (creada en 1460) desarrollarse al principio del Renacimiento. Se podía leer en su frontis: Ad usum mercatorum cujusque gentis ac linguae ("Para uso de los vendedores de todos los países y de todas lenguas").
Renacimiento y Reforma
La ética protestante
Max Weber (en su obra La Ética protestante y el espíritu del capitalismo escrita en 1904/05) considera que la emergencia del capitalismo moderno data de la Reforma. Teniendo como base una acta sociológica, vincula el espíritu del capitalismo moderno a la mentalidad protestante y lo ve pues como el resultado de una evolución lenta nacida de la Reforma, y más generalmente de una evolución religiosa que se hace en el sentido de un "desencanto de la gente". Observamos por otra parte que formas esporádicas de capitalismo financiero habían sido desarrolladas desde hace mucho tiempo por los
lombardos y los judíos, no sometidos a las coacciones religiosas del catolicismo. Es por otra parte a éstos últimos que Werner Sombart (El Capitalismo moderno) atribuirá el génesis del capitalismo moderno.
Según Weber, el capitalismo occidental corresponde a la aparición de un espíritu nuevo, de una revolución cultural. Weber empleo entonces el término capitalismo moderno "para caracterizar la búsqueda racional y sistemática del provecho por el ejercicio de una profesión". Más que la riqueza, cuyo deseo no es nuevo, es el espíritu de acumulación que se impone como vector de ascensión social.
Esta nueva ética se difunde gracias a la emergencia de nuevos valores: el ahorro, la disciplina, la conciencia profesional. Esta última permite por ejemplo la aparición de una élite
obrera que, más allá del salario, se preocupa de la calidad de su obra. El trabajo se hace un fin en sí. En paralelo emerge un personaje emblemático, el empresario, que busca un éxito profesional provechoso a la sociedad en conjunto.
El contexto favorable para esta evolución de los valores es el de la Reforma. Para Max Weber, la ética del oficio viene del
luteranismo que anima a cada creyente a seguir su vocación, y que hace del éxito profesional un signo de elección divina. En efecto, los creyentes ordinarios, sabiendo que no tienen la maestría de su salvación (lógica de la predestinación), intentan ardientemente encontrar en su vida privada los signos de esta predestinación, como el éxito profesional, con el fin de atenuar su angustia enfrente de la muerte y frente del juicio que la sigue. Por otro lado el informe directo a Dios preconizado por la religión protestante acelera el proceso de "desencanto del mundo" (Suprimiendo el número de prácticas religiosas por ejemplo), lo que concurre a la emergencia de la racionalidad. Ya, Karl Marx había observado un proceso de desengaño escribiendo:
"La burguesía (...) Ahogó los escalofríos sagrados del éxtasis religioso, del entusiasmo caballeresco, del sentimentalismo a cuatro céntimos en las aguas helados por el cálculo egoísta."
Manifiesto del Partido Comunista, 1848.
Esta racionalización permite la aparición de nuevos dogmas que fundan el espíritu del capitalismo:
"La repugnancia en el trabajo es el síntoma de la ausencia de
gracia.",
"El tiempo es precioso, infinitamente porque cada hora perdida es sustraída del trabajo que concurre a la gloria de Dios."
Max Weber, La Ética protestante y el espíritu del capitalismo.
Max Weber ilustra sus propósitos en un texto de
Benjamin Franklin, revelador según él de las nuevas mentalidades:
"El que pierde cinco chelines pierde no sólo esta suma, sino que también todo lo que habría podido ganar utilizándole en los asuntos, lo que constituirá una cantidad de dinero considerable, a medida que el hombre joven envejezca."
Advice to a young tradesman,
1748.
Las tesis de Weber han sido muy criticadas. El lazo entre el dogma de la predestinación y el espíritu del capitalismo es muy paradójico, debido a que un fiel tiene que buscar signos de elección mientras que el dogma afirma la predestinación como de de todas maneras impenetrable. Historiadores invalidan esta concomitancia de ambos fenómenos (Braudel por ejemplo, que fecha el capitalismo en un período anterior a la Reforma).

Un mundo "barroco"
Pero el arte más representativo de la Edad Moderna quizá no es tanto el Renacimiento sino su continuación y antítesis: el
Barroco,[36] si consideramos que es el que alcanzó más extensión en el tiempo (siglos XVII y XVIII, en solapamiento con el Manierismo previo y el Rococó posterior) y el espacio (puede encontrarse desde la protestante Europa del Norte hasta la América colonial católica o las Filipinas). Este estilo se caracterizaba por ser visualmente recargado, y alejado de la simplicidad y búsqueda de la armonía propias del Renacimiento pleno. Aunque se discute su etimologías posibles, suele hacérsele sinónimo a "extraño", "irregular". Se postula que el Barroco nació como una reacción a la crisis de la confianza humanista y renacentista en el ser humano, lo que explica su potente carácter religioso, así como el abandono de la simplicidad clásica para intentar expresar la grandeza del infinito, y la predilección por motivos grotescos o «feos», realistas, que contradice la búsqueda de la belleza ideal renacentista. Se ha hablado también de una cultura del barroco, del equívoco y lo efímero, coincidiendo con la llamada crisis del siglo XVII, en la que se valoraba más la apariencia que la esencia, la escenografía que la solidez.[37]


Palacio de Versalles, chambre du roi (cámara del rey), con su busto en mármol por Coysevox. El arte barroco cuida tanto los exteriores como los interiores (éstos en concreto han pasado a dar nombre a la expresión lujo versallesco). Hoy no nos parece nada asombroso, pero fue una proeza técnica lograr espejos de un tamaño semejante. Los del salón de los espejos reflejarán las primeras reuniones de los Estados Generales de 1789. La vulgarización del símbolo clásico del nosce te ipsum permitió por primera vez una nueva clase de autoconocimiento que ayudará a la consideración de la posición del hombre en el mundo.


Gopuram del templo de Meenakshi, Madurai, Tamil Nadu, India, siglo XVII. Las diferencias iconográficas y estilísticas son evidentes, pero no puede negarse cierta similitud visual con el horror vacui del estilo churrigueresco, la tensión ascensional del espacio de Bernini, o la policromía sensorial de Rubens y la imaginería española; todos ellos simultáneos en el tiempo.


Ángel arcabucero, Maestro de Calamarca, Bolivia, siglo XVII. El sincretismo de la producción artística andina (que puede etiquetarse como pintura virreinal) se basa en la adopción de modelos iconográficos europeos (los ángeles eran muy venerados en la corte de los Habsburgo) que se reinterpretan desde una sensibilidad estética indígena.
Esto no quiere decir, de todas maneras, que el Barroco haya renunciado totalmente al
Clasicismo. No en balde, uno de los más grandes monumentos de la arquitectura barroca es el Palacio de Versalles, construido en torno a la noción del culto al dios solar Apolo, como representación del monarca Luis XIV, el Rey Sol. La europa del siglo XVIII se llenará de réplicas de Versalles, a veces pasados por la sensibilidad local, como los palacios vieneses. Habría un barroco primero, el profundo y concentrado de Caravaggio y el tenebrismo, un barroco pleno, triunfante, el de Bernini o Rubens, y un barroco final, el de mayor exceso decorativo, de Churriguera y los interiores rococó.
El
urbanismo barroco requiere la vivencia de la ciudad como un escenario artificioso, más allá de los edificios o monumentos singulares, en el que las perspectivas glorifiquen los espacios representativos del poder siguiendo un programa iconográfico que el entendido sea capaz de leer (por ejemplo, la Plaza de San Pedro en el Vaticano o el Paseo del Prado de Madrid). La integración de todos los artes y todos los sentidos se produce en algunas ocasiones de forma sublime, en el tiempo y el espacio de la fiesta, como la Semana Santa de Sevilla o la de Murcia, o los Carnavales de Venecia o de Oruro. El barroco protestante, más individualista, produce los espléndidos interiores de Vermeer o la competitiva mole de la Catedral de San Pablo de Londres, rival de la de San Pedro de Roma.
La interpretación pendular de la
Historia del Arte[38] se corresponde bien con la vuelta a la disciplina academicista a mediados del siglo XVIII, cuando el redescubrimiento de las ruinas romanas de Pompeya y Herculano puso de moda nuevamente el arte clásico. Esta vez, quienes se inspiraron en él lo hicieron de manera aún más rigurosa que en el Renacimiento, generando así el llamado Neoclasicismo. El Neoclasicismo es considerado muchas veces como un arte de transición a la Edad Contemporánea, porque se lo asocia políticamente no al Absolutismo, sino a la Revolución Francesa

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